miércoles, 12 de mayo de 2010

El mundo y sus demonios

Estaba organizando mi bandeja de entrada (si, ya sé...) y me he encontrado un correo que un amigo me mandó allá por el 2008.
No sé si se debe a mi mala memoria o es que se quedo pendiente de leer hasta que se traspapeló (¿trasarchivó?), pero ha sido como leerlo por primera vez.

Se trata de una reflexión sobre el porque de la investigación por la investigación, apoyada por un pedazo del libro que actualmente se estaba leyendo.
Una pregunta que hacen habitualmente en el mundo de la ciencia es "¿y eso para qué sirve?", y la respuesta que menos suele gustar a los gobiernos, a los economistas y a las madres es "para saber más", a pesar de que a lo largo de la historia se ha demostrado que el investigar para saber más a terminado dando fruto a importantes hallazgos, llamémosles "cosas útiles" si queréis.


Bueno, el fragmento en cuestión es el siguiente:
"¿Por qué conceder dinero ahora para que científicos que hablan una jerga incomprensible se dediquen a sus hobbies, cuando todavía no se han abordado necesidades nacionales apremiantes?
Desde este punto de vista, es fácil entender la opinión de que la ciencia no es más que otro grupo de presión ansioso por preservar la entrada de dinero a fin de que los científicos no tengan que trabajar todo el día o estar en nómina.
Maxwell no pensaba en la radio, el radar y la televisión cuando garabateó por primera vez las ecuaciones fundamentales del electromagnetismo; Newton no soñaba con el vuelo espacial o los satélites de comunicación cuando entendió por primera vez el movimiento de la Luna; Roentgen no pensaba en el diagnóstico médico cuando investigó una radiación penetrante tan misteriosa que la llamó «rayos X»; Curie no pensaba en la terapia para el cáncer cuando extrajo laboriosamente cantidades
mínimas de radio de toneladas de pechblenda; Fleming no planeaba salvar la vida de millones de personas con los antibióticos cuando observó un círculo libre de bacterias alrededor de un brote de moho; Watson y Crick no imaginaban la curación de enfermedades genéticas cuando se devanaban los sesos sobre la difractometría de rayos X del ADN; Rowland y Molina no planeaban implicar los CFC en la reducción del ozono cuando empezaron a estudiar el papel de los halógenos en la fotoquímica estratosférica.
De vez en cuando, miembros del Congreso y otros líderes políticos no se han podido resistir a bromear sobre alguna proposición científica aparentemente oscura para la que se pide financiación al gobierno. Hasta un senador tan brillante como William Proxmire, licenciado en Harvard, tenía tendencia a conceder el premio del «vellocino de oro» a proyectos científicos ostensiblemente inútiles, incluyendo el SETI. Me imagino el mismo espíritu en gobiernos previos: un tal señor Fleming desea estudiar los gusanos en el queso oloroso; una mujer polaca desea tamizar toneladas de mineral del centro de África para encontrar cantidades mínimas de una sustancia que, según dice, resplandecerá en la oscuridad; un tal señor Kepler quiere escuchar las canciones que cantan los planetas."

El mundo y sus demonios de Carl Sagan






















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